Agua y ética y política

14 diciembre 2011

13 de diciembre de 2011
Fuente: Milenio

Conmemorando la Declaración Universal
de Derechos Humanos, 10 de diciembre de 1948

Se acaba de descubrir un planeta allá lejos en el universo a cientos de años luz. Tiene agua. Es, hoy por hoy, la única alternativa a este afligido globo en el que todavía podemos sobrevivir. Si lo cuidamos. Individualmente, podemos vivir semanas sin comer. Escasos días sin beber agua.

El agua es una imperiosa necesidad: la más importante para la vida. Para todo ser vivo. Para cada persona, y para cada núcleo social. Por eso es tan importante el movimiento ciudadano por una Nueva Cultura del Agua. Tan sólo en España más de un millón de personas se han movilizado contra el Plan Hidrológico Nacional, con trasvase entre cuencas, promovido por el gobierno en 2003.

Lo que es necesidad humana es un derecho. No puede ser mercancía. Por eso, la gestión del agua es una política pública central. Por eso, también, la creciente resistencia ciudadana a las atrocidades de las autoridades federales y estatales de los últimos años, con criterios de negocios privados con un bien nacional, como la concesión aberrante de la presa El Zapotillo, empeñada en inundar Temacapulín.

De ahí la importancia del primer Encuentro por la Nueva Cultura del Agua en América Latina, celebrado en Fortaleza, Brasil en diciembre de 2005, coordinado por el hombre que quizá tiene más claro el tema del agua en el mundo: el doctor Pedro Arrojo, de la Universidad de Zaragoza.

Economista competente, Pedro Arrojo es profesor de Análisis Económico. Considera que la apropiación individual del agua y el manejo empresarial del recurso natural como un negocio es “una salvajada económica”. No está en contra del mercado, pero “no se le puede pedir peras al olmo; las peras hay que buscarlas en el peral”. Mitificar el valor del mercado más allá de lo que puede hacer el mercado, es un soberano despropósito, dice el doctor Arrojo. Está decididamente en contra de “la visión neoliberal de la vida”.

Es él quien coordinó en 2004-2005 la Declaración Europea para la Nueva Cultura del Agua, que gradualmente, como su nombre indica, va dejando atrás las estrategias “de oferta” prevalecientes a lo largo de todo el siglo XX, basadas en la construcción de grandes presas. Beneméritas, que contribuyeron a la salud y bienestar de grandes núcleos de la población mundial; pero todavía quedan en el mundo más de mil cien millones de personas que no cuentan con el abasto regular del agua para sus familias. Sin olvidar, además, que la construcción de presas supuso “no sólo impactos ecológicos, en muchos casos irreversibles, sino también graves impactos sociales en la medida en que han provocado la expulsión de sus hogares de entre cuarenta y ochenta millones de personas por inundaciones de sus pueblos”.

Permitan los lectores que se mencione aquí el caso de Churumuco (foto), la primera parroquia del insurgente José María Morelos, en la Tierra Caliente michoacana, inundado por la construcción de la presa de Infiernillo sobre el río Balsas. Todavía asoma la torre de la iglesia sobre la superficie del embalse. Todavía duran las cicatrices emocionales entre la población desplazada.

Por ello, frente a las fuertes presiones del Banco Mundial y de la Organización Mundial de Comercio, en el marco del modelo neoliberal que se resiste a ser superado, también siguen creciendo los movimientos sociales ciudadanos, que reclaman que “el sábado fue hecho para el hombre y no el hombre para el sábado”.

Por ello, también, en su espléndido libro El reto ético de la nueva cultura del agua, el doctor Arrojo proclama “el agua como función de vida para la biosfera y no sólo para el abasto familiar”. Hay que pasar, según dice, “de la gestión de recurso a una gestión de ecosistema”.

Por lo que toca a las redes municipales de abasto doméstico, Arrojo hace una clara distinción valorativa entre cuatro categorías: el agua vida, el agua ciudadanía, el agua economía y el agua delito.

El agua vida es un derecho humano y, por tanto una obligación pública: un volumen aproximado de 50 litros por persona–día debe considerarse servicio público gratuito o subsidiado por las siguientes categorías.

El agua ciudadanía es en un sentido amplio la de uso razonable y holgado; y debe ser cubierto al costo.

El agua economía es negocio lícito y debe pagarse caro a partir del hecho que genera utilidades: en albercas, caballerizas, industrias y demás.

El agua delito es el desperdicio de un bien, que, si bien es inacabable en el planeta, es caro socialmente para ponerlo limpio y útil al servicio de los seres humanos locales.

Como se observa, este esquema nada tiene que ver con los criterios político-electorales, teñidos de populismo, sobre si se suben o no las tarifas metropolitanas; y mucho menos con el criterio mercantil de que a mayor consumo, sea más barato el precio unitario.

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