El agua de Lima

02 julio 2008

 

Fuente: El Comercio

Por: Rolando Arellano

26 octubre 2007

 

Hace varios años, un amigo extranjero que llegó a Lima por primera vez me dijo: "No me habías dicho que vivías en un desierto". Solo en ese momento percibí que Lima estaba situada sobre un gran arenal, pero que los limeños parecemos no habernos dado cuenta de ello.

Entonces comprendí por qué nuestros niños dibujan a las montañas de color marrón, cuando casi todos en el mundo las dibujan verdes. Muchos años después, ese mismo comentario me llevó a entender la razón del éxito que tiene entre el público limeño el remodelado Parque de la Reserva.

Lima ha tenido siempre una relación ambivalente con el agua. Siendo una ciudad costera, hace pocos años recién comenzó a mirar el mar, cuando Larcomar abrió sus puertas y se empezaron a hacer edificios orientados hacia el oeste. Además, teniendo un nombre derivado del río que la cruza, el Rímac, es una ciudad que está constantemente seca. Tan seca, que su inmensa humedad ambiental –los limeños respiramos agua– no basta para hacer crecer casi ningún verdor en este valle, siendo por ello necesario regar artificialmente todo parque existente. Y, a pesar de ello, lleva todavía el pomposo nombre de Ciudad Jardín y su fundación oficial fue un 18 de enero, a solo tres días de la llegada del signo de Acuario.

Es en este desierto que las últimas generaciones de migrantes fundaron sus casas, plantando en las arenas sus primeras esteras, mientras luchaban con la policía que buscaba regresarlos a los lugares de donde partieron. Es allí donde sintieron, sin duda, el latigazo de la necesidad más básica, la sed, pues a diferencia de su sierra o selva de origen, en Lima nunca llueve para calmarla. Con el tiempo tuvieron que pagar el agua más cara del mundo, aquella que traía un camión de higiene dudosísima y colocaba en un cilindro que había que cuidar como lo que era realmente, oro líquido. El agua se convirtió entonces en el bien más anhelado y preciado; en un símbolo de riqueza y bienestar, mucho mayor que la electricidad o el asfaltado de sus calles.

Por eso le recomiendo al lector que alguna noche de esta Semana de Lima que comienza, visite el tan criticado Parque de la Reserva. Allí probablemente se asombrará de la variedad de piletas que se han construido, aunque algunas le parezcan de un gusto especial, por decirlo de manera gentil. Pero, si pone atención, verá una intensa emoción reflejada en la cara de los paseantes. Verá que niños y grandes se deslumbran por las formas diversas de las fuentes y los colores que se les han dado. Y si lo piensa bien, pronto comprenderá que en el fondo la emoción resulta, sobre todo, de ver en Lima tanta agua junta

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