El magnicidio del agua

13 julio 2016

El agua es una de las pocas cosas realmente necesarias para la vida. La de todas las especies, no sólo la humana. La necesitamos para alimentarnos y calmar la sed. Para asearnos, cultivar la tierra, transportarnos, producir energía, hacer deporte. Es decir: para vivir bien. Y, a pesar de ser esencial, en la práctica no la tratamos como tal.  Algunos hechos y muchas cifras lo demuestran.

En marzo de este año, el río Cali amaneció espumoso y teñido de negro como consecuencia de la minería ilegal que ha deforestado la parte alta de los Farallones, y la descarga de las aguas negras de pozos sépticos en sus orillas. El río Medellín, por su parte, también se ha coloreado con frecuencia en los últimos años. Pero no de negro sino de rojo o azul en función de los colorantes residuales de las industrias del valle de Aburrá que,  junto con otros vertimientos sucios, hacen imposible la vida animal, por falta de oxígeno, en la mitad de los 98 kilómetros del río. Y ni hablar del río Bogotá, víctima diaria del magnicidio de sus aguas a manos de los respectivos desechos industriales y comerciales, aguas negras, la incompetencia estatal, la ambición de los urbanizadores y la falta de conciencia colectiva sobre su importancia. Mientras en Washington nadan en el Potomac y en Londres hacen canotaje en el Támesis, aquí, a pesar de algunas buenas voluntades, padecemos la muerte de nuestros ríos – grandes como el Magdalena o pequeños como los de muchos pueblos – convertidos más en cloacas que en fuentes de vida.

Un reciente informe de la Defensoría del Pueblo presenta un balance de los efectos de la minería ilegal sobre el agua y el medio ambiente. Dice que cada año se pierden por esa causa 16.700 hectáreas de bosques naturales en el país y 13.000 millones de metros cúbicos de agua, que vuelven a sus cauces – o a cauces artificiales – contaminados de mercurio, cianuro, ácido sulfúrico, gasolina y ACPM, en especial en los departamentos de Bolívar, Antioquia, Cauca, Chocó, Caldas y Córdoba. Dice también que hay 350 títulos de concesión minera sin licencia ambiental, y que este tipo de minería produce al año ganancias económicas superiores a los 7 billones de pesos, un poco más del precio de venta de Isagen. No dice cuánto ganan las grandes empresas mineras trasnacionales. Tampoco sabemos todavía cuánto van a costar en su momento los 29 millones de onzas de oro que espera extraer la canadiense Anglo Gold Ashanti de la mina la Colosa. Pero ya sabemos que, según el gobierno, se van a requerir más de 42 billones de pesos para lograr cobertura plena y buena calidad del agua y los alcantarillados en el país. Todo indica que la fórmula para conseguir esos billones será una mayor privatización del agua y los servicios públicos. 

Grupos académicos, de ecologistas, y varios movimientos regionales y locales vienen trabajando ejemplar y persistentemente para detener el magnicidio del agua y en contra de la minería sin responsabilidad ambiental. Piedras, Santurbán, Sumapaz y Cajamarca son algunos ejemplos, no carentes de riesgos y amenazas. “Ni por plata ni por oro entregamos el agua y el territorio” decía una de las consignas de las más de 100.000 personas que se manifestaron hace poco en el “Carnaval del agua” en Ibagué y Armenia. No deben ser sólo movimientos grupales, sectoriales o regionales. Por tratarse de una condición de sobrevivencia, debe ser una causa común y universal. Un deber de ciudadanía.


13 de julio de 2013
Fuente: El Espectador
Nota de Saúl Franco

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