¿Agua para todos?

27 marzo 2014

   Se había especulado que se presentaría la postergada iniciativa de la nueva Ley General de Aguas, que debe sustituir a la Ley de Aguas Nacionales vigente, que debió someterse al Congreso de la Unión desde hace más de dos años, como se estableció cuando se incorporó a la Constitución el “derecho humano al agua” en febrero de 2012.

Sin embargo, no hubo nada relevante, con la excepción del anuncio del presidente Peña Nieto acerca de que esta semana inauguraría diversas obras de infraestructura hidráulica: previsiblemente, el nuevo acueducto de Querétaro, la presa El Realito en Guanajuato y San Luis Potosí, la presa El Zapotillo en Jalisco y Guanajuato, y parte del túnel emisor Oriente en el Estado de México. Aunque nadie duda de la importancia de las obras grandes y pequeñas para captar y distribuir el agua, incluyendo su tratamiento, se requiere una reformulación a fondo del marco regulatorio del agua en México. De ahí la relevancia de la nueva ley.

El reto no es menor. De acuerdo con el INEGI, en 2011 la disponibilidad de agua fue de 4 mil 170 metros cúbicos por habitante al año, lo que representó menos de la mitad que en 1950; se estima que en algunas regiones del norte del país el agua disponible por habitante podría ser inferior a mil metros cúbicos dentro de 15 años. De los 653 acuíferos subterráneos en el país, que suministran 70 por ciento del agua para la población, 50 por ciento del consumo de la industria y una tercera parte del agua para riego agrícola, 125 están sobreexplotados.

Ello es particularmente grave en Baja California, el noroeste, la región del Río Bravo, las cuencas centrales del norte y la región Lerma-Santiago-Pacífico. Por otra parte, la agricultura y la producción de alimentos utilizan 78 por ciento de agua disponible total (casi 70 por ciento de la de los acuíferos subterráneos) y más de la mitad se desperdicia, aunque una parte se reintegre a los mantos freáticos vía filtración.

No sólo se requiere un rediseño institucional para la administración del agua que establezca claramente las atribuciones y responsabilidades entre los tres niveles de gobierno, incluyendo a los organismos operadores de aguas urbanas, y separar las funciones de planeación, regulación, gestión y financiamiento, sino también inducir una “cultura del agua”. La única manera de lograrlo es instrumentar sistemas de cobro-pago adecuados, que permitan que los precios del agua para diferentes usos reflejen su valor real; esto es, dejar que los precios funcionen como reguladores en un “mercado de agua”.

No se trata de eliminar los subsidios, pero sí de que sean explícitos y transparentes, sobre todo en el agua para usos agropecuarios donde hoy no se cobra y en múltiples áreas urbanas en las que las tarifas se manejan con criterios políticos y no económico-financieros, lo que da origen a insuficiencia de recursos para inversiones y a muy mala calidad del agua, por no hablar de la ausencia de mecanismos de saneamiento y tratamiento de aguas residuales.

Cobrar y dejar que los precios funcionen son elementos imprescindibles para modificar los patrones de consumo de agua (y de ahorro) a nivel urbano, así como para inducir cambios en la estructura geográfica de siembras y producción agrícolas. Se requiere impulsar cultivos menos intensivos en el uso de agua (por ejemplo, para producir un kilogramo de maíz y de trigo se requieren 900 y mil 350 litros de agua, respectivamente, mientras que para frijol y garbanzo menos de la mitad) y en regiones donde hay ventajas comparativas para hacerlo (como maíz en el sur-sureste).

De no adoptarse cambios de fondo y a corto plazo, el “derecho humano al agua” quedará como letra muerta, aunque esté en la Constitución, y no habrá agua para todos.


27 de marzo de 2014
Fuente: El Financiero
Nota de Mariano Ruiz Funes

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