Desde el mes de junio, una de cada seis banderas azules que ondean en el mundo lo hace en el litoral español. Con 579 en sus playas, y 105 más en sus puertos deportivos, España lidera el ranking mundial. Este distintivo, otorgado por la Fundación Europea de Educación Ambiental (en función de la calidad de las aguas de baño, la información y educación ambiental, la gestión ambiental y la seguridad, servicios e instalaciones de los arenales y puertos), es un reclamo turístico que funciona bien a efectos de comunicación. Sin embargo, no es necesariamente un buen indicador del estado ambiental del ecosistema marino en nuestras costas.
Resulta tentador intentar plasmar en un único índice (y a poder ser popular) la salud ambiental del mar, pero esa visión reduccionista enmascara una realidad más compleja y difícil de percibir. Ha habido diversos intentos, liderados casi todos por reconocidos científicos marinos, de crear una escala ambiental como la escala de fuerza del viento (Beaufort), la del oleaje (Douglas) o la de la intensidad de los terremotos (Richter). Una de las más conocidas es el Ocean index, que analiza una treintena de componentes y resume en una cifra el estado de los mares por países. Ahí España ocupa la posición 126ª entre 221 países, con un valor del índice de 67 (sobre un máximo de 100). Este resultado es bastante más mediocre que el de las banderas azules.
En el Ocean Index, España ocupa la posición 126ª sobre un total de 221 países, con una nota de 67 sobre 100
España, como Francia y algún otro país europeo, tiene varias fachadas marítimas (en nuestro caso el mar Cantábrico, el océano Atlántico y el mar Mediterráneo) con problemas que afectan a la integridad ecológica del ecosistema marino. Algunos de estos problemas pueden ser tan amplios y generales como el cambio climático, la elevación del nivel del mar, la contaminación por microplásticos o la sobrepesca.Otros pueden ser más específicos y localizados, es decir, se dan con mayor incidencia y frecuencia en determinadas zonas. Por ejemplo, la presencia de fertilizantes en las aguas, la proliferación de medusas o el número de especies invasoras en el Mediterráneo; o los episódicos, pero importantes, vertidos de petróleo (asociados a la navegación hacia el norte de Europa), la presencia del parásito anisakis en peces (relacionado con la mayor presencia de cetáceos) o la presencia de metales pesados (vinculados a los astilleros y la minería) en el Cantábrico y el Atlántico. Algunos de estos problemas ambientales marinos con impacto local o regional pueden ser solucionados cuando se identifican con claridad las causas que los motivaron (metales pesados, contaminación por fertilizantes agrícolas o por residuos urbanos).
Tanto la legislación nacional que regula la protección y gestión ambiental marina (directiva de aguas de baño, de depuración de residuos urbanos y vertido de aguas al mar, de estrategia marina, etcétera) como las normas internacionales, que dictadas por la ONU y la UE establecen las directrices sobre navegación (distancia respecto a la costa, limpieza deliberada de tanques en alta mar, petroleros de doble casco), han mejorado la calidad de nuestras aguas, han protegido nuestros recursos y mercados, y han reducido los riesgos para la salud pública.
Pero hay otros casos en los que los problemas, aunque su impacto sea local, tienden a perpetuarse. El remedio se percibe como algo peor que la enfermedad. Este es el caso, por ejemplo, con la reducción del hábitat marino por la creciente invasión y uso del espacio marítimo. Es decir, la costa antropizada, incluidos los terrenos que se han ganado al mar, las concesiones, adquisiciones o afecciones, faros, puertos, espigones y marinas que alcanzan el 13,5% del total de los 7.879 kilómetros de costa en los que vive el 58% de la población española, unos 23 millones de personas.
En la planificación de usos del espacio marino hay que aceptar que no es posible mantener todo el territorio en condiciones prístinas, pero al menos hemos sido capaces de crear una red de reservas marinas y áreas protegidas. Ahí los ecosistemas se preservan en las condiciones más naturales posibles. No obstante, aún estamos lejos de llegar a los objetivos de desarrollo sostenible de la ONU, que pretenden en 2020 que esté protegido el 10% del territorio, y en 2030, un 30%.
Lo más urgente es gestionar problemas globales como el calentamiento y la acidificación del océano
Lo más urgente, y complicado, es gestionar los problemas globales. Asuntos como el calentamiento global y la acidificación del océano, la elevación del nivel del mar, la reducción de la concentración de oxígeno, los microplásticos, las especies invasoras y la disminución de la biodiversidad, entre otras cosas. Y resulta verdaderamente difícil actuar sobre las causas en el origen, aunque estos problemas son los más críticos porque afectan a la sostenibilidad ecológica del océano en su conjunto, a los recursos marinos y a los servicios ecosistémicos. Por supuesto, también a las economías nacionales.
El clima ha entrado en un periodo de rápidos cambios, con potenciales consecuencias negativas para los océanos, sus ecosistemas y sus recursos biológicos. El desafío científico que esto plantea ha impulsado el desarrollo de un corpus de observaciones, modelos e hipótesis para tratar de comprender y gestionar la crisis. Esta progresión ha influido mucho en otras disciplinas y ha ampliado el enfoque para abordar temas como el análisis de riesgos, la socioeconomía, la ética, la política, la energía, la gestión de los recursos naturales, la geoingeniería y hasta la evolución.
Afortunadamente, muchos Gobiernos han reconocido la importancia de abordar la situación y han identificado el cambio climático como la prioridad más importante, que se debe afrontar con acciones comunes y concertadas. Así que la actual crisis ambiental ha servido para examinar la gobernanza de bienes comunes mundiales, como los mares y océanos. En el pasado hemos manejado los ecosistemas observando a especies individuales. Ahora, miramos todo el conjunto, incluidos, como parte integral del mismo, los seres humanos. En pocas palabras, las políticas ambientales han pasado de ser muy específicas a ser más holísticas. Y esto implica más demandas de conocimiento para definir las complejidades e incertidumbres de cuestiones, normalmente polifacéticas, con consecuencias a largo plazo.
El calentamiento global, la contaminación o las alteraciones en la biodiversidad de nuestros mares ya tienen y seguirán teniendo importantes consecuencias ecológicas y económicas. Por eso se tienen en cuenta en los indicadores propuestos para los objetivos de desarrollo sostenible de la ONU. Pero no es suficiente. Si se quiere avanzar en la reversión de la degradación costera y marina es urgente adoptar estrategias para la sostenibilidad.
La UE y la ONU proporcionan un marco robusto para establecer nuevos programas internacionales de investigación, siguiendo el legado de otras iniciativas exitosas. La ciencia y la innovación pueden respaldar el crecimiento de la economía azul, la sostenibilidad de los mares y océanos, nuestro bienestar y el de futuras generaciones.