Sin los servicios de ecosistemas, no hay futuro para nuestro país

30 noviembre 2010

28 de noviembre de 2010

Fuante: La Crónica de Hoy

Por Exequiel Ezcurra y Octavio Aburto

En diciembre del 2004, el Fondo Nacional de Fomento al Turismo regaló a una empresa privada 151 hectáreas de costa para el desarrollo de infraestructura turística, como parte del proyecto Costa Cancún. El argumento principal fue que el humedal, cubierto por manglares, no tenía valor económico por ser una tierra esencialmente improductiva.

Aunque muchos investigadores han aportado elementos sólidos del porqué conservar los humedales, la realidad es que la presión para transformar lagos, lagunas, manglares, humedales, manantiales y ríos continúa creciendo día a día, bajo el argumento de un supuesto desarrollo económico que parece contraponerse a la conservación de la naturaleza.

Es necesario reconocer que los que trabajamos en la conservación del medio ambiente no hemos sabido convencer a nuestras autoridades del beneficio económico que generan los servicios ambientales de los humedales, y de su importancia crítica en el contexto del cambio ambiental acelerado que está ocurriendo en el planeta.

En un estudio reciente publicamos una valoración de la importancia de los manglares para las pesquerías. Estimamos que una hectárea de manglar de franja —el bellísimo mangle rojo de largas raíces en forma de zancos— genera anualmente 37,500 dólares para las economías locales. Entre sus raíces sumergidas se crían pargos, robalos, chanos, jaibas, lisas, mojarras y bagres. En conjunto, los manglares generan decenas de millones de dólares al año para las economías regionales.

Con sus suelos turbosos, ricos en tejidos orgánicos, muchos humedales terrestres y costeros capturan cientos de toneladas de carbono por hectárea bajo sus raíces, hasta 10 veces más que un bosque tropical húmedo, lo que los convierte en almacenes de carbono fundamentales en el control del cambio climático.

Y estos servicios son sólo el principio de una larga lista. ¿Qué valor tienen, por ejemplo, las Ciénegas del Lerma que aseguran el abasto de un 20% del agua que se consume en la Cuenca de México? ¿Qué valor tienen los bosques del sur y el poniente de la Ciudad de México, que recargan el empobrecido acuífero de la capital? Aunque todavía no hayamos podido ponerles un valor monetario como a los manglares, no es necesario pensar mucho para darse cuenta que sin estos servicios ecosistémicos los días de la Ciudad de México están contados. Y sin embargo, la expansión urbana, la construcción de vialidades y autopistas y la tala de bosques siguen avanzando. ¿Cuándo fue que nos ganó la soberbia de sentirnos dueños absolutos de estos recursos que creímos infinitos, inacabables? ¿Cuándo nos cegó la ignorancia?

Hubo un tiempo en el que los manantiales de México regaban los cultivos de los valles con chinampas, acequias, y canales llenos de verdor, y en el que el agua que bajaba de las sierras era compartida con el resto de las especies vivas en humedales, lagunas y oasis. Un tiempo en el que los manglares y los esteros de la costa vivían con el agua dulce que llegaba por el cauce de los ríos, y entregaban su riqueza de peces y larvas y nutrientes al mar abierto después de cada lluvia.

Después vino el espejismo de la tecnología: Con bombas y turbinas y motores se empezó a saquear el agua de las entrañas de la tierra como si nunca se fuera a acabar, y comenzamos a talar las grandes planicies para abrir la tierra seca a grandes proyectos de desarrollo. El agua manaba a raudales de los pozos horadados en lo profundo del suelo del altiplano y desierto. Y así, emprendimos las grandes fantasías de progreso que han agotado la mayor parte de los acuíferos del norte de México.

Porque el agua del subsuelo se acaba si se extrae más rápido de lo que se recarga, y al tornar el siglo XXI la crisis se hizo dolorosamente evidente en miles de campos agrícolas abandonados y una creciente escasez de agua en nuestras ciudades. El futuro llegó antes de lo esperado, y con dolor nos dimos cuenta que no era lo que habíamos soñado. El agua de los pozos profundos está dejando de manar o sale llena de arsénico, muchos de los grandes distritos agrícolas se ven polvorientos y resecos, observándolos, nos preguntamos con angustia qué sigue. Miramos ciudades y campos sin agua, y buscamos un camino alternativo para el progreso.

En realidad, hay sólo un camino posible, y consiste en recuperar los antiguos saberes del agua, en caminar hacia arriba de las sierras siguiendo la ruta de los arroyos, la senda del agua misma. Las montañas, y los bosques de agua que crecen en sus laderas proveen de vida a todo México. Los humedales vertiente abajo capturan carbono atmosférico y nos permiten mitigar las emisiones de gases de efecto invernadero, regulan nuestro abasto de agua, y recargan nuestros acuíferos. Las lagunas costeras y manglares protegen nuestras costas del ascenso del nivel del mar y de la furia de las tormentas tropicales que trae el calentamiento del océano.

Sin bosques saludables y conservados, sin humedales, sin ríos y lagos limpios, sin manglares, no hay futuro para el país. Estos servicios serán cada vez más importantes en las décadas que vienen, a medida que el cambio climático global siga expresándose con creciente intensidad, y también forman parte de una estrategia sensata de seguridad alimentaria.

* Exequiel Ezcurra es director del Instituto de California México/Estados Unidos (UCMEXUS) en la Universidad de California Riverside; Octavio Aburto es Investigador Posdoctoral en el Instituto de Oceanografía Scripps.

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