Huyen del cambio climático

01 agosto 2016

Foto tomada de Periódico am

Las aves que se habían alimentado de los peces no tuvieron otra opción que abandonar el lago Poopó, que alguna vez fue el segundo más grande de Bolivia, pero ahora no es más que una expansión de tierra seca y salada.

Así como muchos otros pobladores, gran parte de los uru-muratos, una etnia que ha vivido a orillas del lago por generaciones, también se fue; ahora se han unido al éxodo mundial de refugiados que no huyen de la guerra, sino del cambio climático.

“El lago era nuestra madre y nuestro padre”, dijo Adrián Quispe, uno de cinco hermanos pescadores cuyas familias vivían en Llapallapani. “Sin este lago, ¿adónde iremos?”.

Tras sobrevivir a décadas de desvíos de agua e inundaciones cíclicas ocasionadas por fenómenos como El Niño, el lago Poopó simplemente desapareció en diciembre.

El efecto dominó trasciende a la pérdida del modo de vida, además de la migración de la gente que se vio obligada a dejar sus hogares.

La desaparición del lago Poopó pone en riesgo la identidad de los uru-muratos, la etnia indígena más antigua en la región. Durante generaciones se adaptaron a las conquistas de los españoles y los incas pero parece que no podrán ajustarse al trastorno ocasionado por el cambio climático.

Desde la muerte de los peces en 2014, buena parte de los 3 mil 700 urus de Llapallapani y dos poblados cercanos se han ido a trabajar a minas de plomo y las salinas, a una distancia de casi 322 kilómetros, donde están luchando por adaptarse; los que se quedaron ganan lo imprescindible como agricultores o apenas sobreviven en lo que era la orilla del lago.

Eva Choque, de 33 años, sentada al lado de su casa de adobe, secaba carne por primera vez sobre el lazo del tendedero. Anteriormente, ella y sus cuatro hijos solo comían pescado.

En la región se les conocía como “la gente del lago”. Algunos habían adoptado el apellido Mauricio por el mauri, que es como se conoce al pez que antes pescaban a raudales. Veneraban a San Pedro porque eran pescadores y cada septiembre le ofrendaban pescados a la orilla del agua, pero esa celebración terminó cuando los peces murieron hace dos años.

“Es una cultura milenaria que ha estado aquí desde el comienzo”, explicó Carol Rocha Grimaldi, antropóloga boliviana. “¿Y las personas del lago pueden existir sin él?”.

‘Aceptamos que el lago moriría’

Difícil explicar la importancia de la pesca para los urus. Cuando preguntamos a Quispe si se ganaba la vida como pescador, nos devolvió una mirada de extrañeza antes de contestar: ¿Es que existe algún otro trabajo?

Los hombres pasaban periodos de hasta dos semanas en el lago, buscando bancos de carachi, un pez gris parecido a una sardina, o de pejerrey, que tenía enormes escamas y crecía hasta alcanzar el tamaño del antebrazo de Quispe. Algunas esposas, junto con sus maridos, jalaban las redes y cocinaban, haciendo del bote una especie de segundo hogar.

La temporada de pesca comenzaba en la orilla del lago con un ritual conocido como “la remembranza”. Los hermanos Quispe se encontraban entre los 40 hombres de Llapallapani que pasaban toda una noche masticando hojas de coca y bebiendo licor. Juntos recitaban los nombres de los principales sitios del lago Poopó y el lugar donde se encontraban.

“Esa noche pedíamos que nuestra travesía fuera segura, que hubiera poco viento, que no hubiera mucha lluvia”, nos contó Quispe, de 42 años. “Recordábamos toda la noche y masticábamos nuestra coca”.

En la mañana, los hombres remaban entre los jansuris, manantiales subterráneos. Aventaban dulces desde el barco como ofrenda religiosa y empezaba la temporada de pesca.

Ahora, el viento solo acentúa lo árido del paisaje, mientras los arbustos rodaban entre los barcos abandonados en el fondo del lago, ahora seco.

Milton Pérez, ecologista de la Universidad Técnica de Oruro, dijo que los científicos sabían desde hacía décadas que el lago Poopó, a 3.81 kilómetros sobre el nivel del mar con pocas fuentes de agua, entraba en la definición de “lago moribundo”. Pero el diagnóstico era de siglos, no años.

“Aceptamos que el lago moriría algún día. Pero no era su momento”.

Generaciones de urus observaron cómo el nivel del agua fue disminuyendo para luego regresar a su nivel anterior, lo que se convirtió en un ciclo predecible. En los noventa, un periodo de sequía consumió el lago hasta reducirlo a tres pequeñas pozas y acabó con las granjas pesqueras durante varios años. Pero poco a poco volvió a su tamaño original.

Transmitieron sus conocimientos sobre cómo vivir en el lago y sus alrededores. En el horizonte, las colonias de enormes aves negras eran un indicador de que había bancos de peces en las aguas. Contaron tres tipos distintos de vientos que podían ayudar o perjudicar: uno del oeste, otro del este y un tipo de borrasca del norte llamada saucarí, que podía hundir botes.

En el lago crecía el alga huirahuira que era buena para aliviar la tos. Los flamencos eran como una farmacia: además de la grasa rosa para las reumas, las plumas se usaban para bajar la fiebre al quemarse e inhalarse.

La caza de flamencos era en abril, cuando las aves cambiaban de plumaje y quedaban indefensas. Los urus usaban espejos para deslumbrar a los flamencos, algo que los aturdía.

“Del lago agarramos muchos”, exclamó Huanaco, el líder indígena, sacando un ala de color rosa encendido de entre el lodazal, detrás de su casa. El día que cazó al animal, hace siete años, no sabía que sería el último.

‘Ya veré de dónde sacar dinero’

Pérez, el investigador, observó el desarrollo de tendencias amenazantes y comenzó a entender que el lago podría evaporarse para siempre.

Cuando la quinua comenzó a ganar popularidad en el extranjero, la producción del grano hizo que se desviara el agua corriente arriba, y disminuyó el nivel del lago Poopó. Después, unos 600 millones de toneladas anuales de sedimentos provenientes de la explotación minera comenzaron a provocar que el lago se encenegara.

Y el calor aumentó. La temperatura en la meseta se había incrementado en 0.9 grados centígrados tan solo entre 1995 y 2005, mucho más rápido que el promedio nacional de Bolivia.

“Se dio la posibilidad de que estos factores atacaran con una sinergia nunca antes vista”, argumentó Pérez.

En el verano de 2014, un hedor pesaba en el aire. La superficie del lago había bajado tanto que cuando el saucarí sopló desde el norte, no dejó agua para que los peces sobrevivieran.

“Eso bastaba para que te dieran ganas de llorar, ver a los peces nadando desorientados o muertos”, nos contó Gabino Cepeda, pescador. “Pero fue solo el comienzo. Los flamencos están muertos, los patos se fueron, ya no quedaba nada para nosotros”.

Quispe y sus hermanos se reunieron una última vez a la orilla del río muerto para llevar a cabo la Remembranza. Remaron para adentrarse en el lago, como siempre, pero volvieron el mismo día porque no había peces.

El más viejo, Teófilo, volteó a ver a sus hermanos. “No hay trabajo”, dijo. “Voy a ver de dónde sacar dinero. Y les diré cómo”. La semana siguiente, se fue de Llapallapani para trabajar en una mina de carbón a una hora en transporte.

 

‘Los urus no están hechos para esto’

Pablo Flores comienza su agotador día de trabajo antes de que salga el sol, dentro de un molino en el borde de la salina más grande del mundo, el Salar de Uyuni. Toma bloques de sal sin refinar, los muele en una pila de su misma altura y los va poniendo en pequeñas bolsas por las que le pagan 25 centavos, por cada una.

En la salina cercana al pueblo de Colchani, donde se reubicaron decenas de urus, los jornaleros se alejan sobre camiones, cargando palas. Recolectan sal.

“Los urus no están hechos para esto”, exclamó Flores, de 57 años. “Yo no estoy hecho para esto. No podemos hacer este trabajo”.

En su pueblo, Puñaka, Flores había sido un anciano respetado; alguna vez fue alcalde y la gente que lo conocía de aquella vida todavía lo llamaba anteponiendo la palabra de respeto: don. Como pescador, siempre fue su propio jefe. Pero en la mina de sal, es un trabajador más al que se explota.

Mirando por encima de la montaña de sal, recordó una vieja leyenda sobre una inundación terrible que destruyó el mundo, a excepción de los urus, que escaparon en sus balsas y se escondieron en la cima de una montaña. Los desastres solían hablar de diluvios, no de sequías, dijo.

Algunos urus se fueron solos y envían dinero a sus familiares que se quedaron en el lago. Pero otros, como Flores, se llevaron consigo a sus familias a un nuevo mundo que ha comenzado a transformar su vida en todos los sentidos.


24 de juio de 2016
Fuente: Periódico am

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