La defensa del agua (y del medio ambiente), una profesión de alto riesgo
02 agosto 20172 de agosto de 2017
Fuente: iagua
Nota: Laura F. Zarza
Defender los derechos del medio ambiente ante intereses de gobiernos y grandes corporaciones es la profesión no remunerada con el índice de peligrosidad más elevado. Según los estudios anuales de Global Witness, desde 2014 las cifras son escalofriantes: 116 personas murieron ese año; en 2015 la cifra aumentó a 185 víctimas en 16 países distintos; en 2016 la cifra llegó a 200 asesinatos en 24 países, convirtiéndose en la peor cifra de asesinatos de defensores de la tierra y el medioambiente. En 2017, ya son 98 los confirmados durante los 5 primeros meses del año (The Guardian/Global Witness).
Pero centrémonos en el agua. Un atlas de conflictos medioambientales financiado por la UE, ha identificado 602 casos de disputas relacionadas con el agua (gestión o administración del agua, construcción de presas y distribución del agua, derechos de acceso al agua, desalinización, tratamiento de aguas y acceso a saneamiento) de 2.183 casos reportados en total.
El crecimiento de la demanda energética ha impulsado la construcción de grandes presas hidroeléctricas en países en desarrollo, lo que ha provocado conflictos con las comunidades locales. La afección a la calidad del agua, la expropiación del terreno, el desplazamiento de las aldeas o la interrupción de los sistemas de riego de los agricultores, son los principales motivos por los que la población afectada y activistas salen en defensa del medio ambiente y del agua.
Según el último informe de Global Witness, América Latina es la región más peligrosa para cualquiera que desee proteger el agua. En ella, se cometieron 60 de los 200 asesinatos de ecologistas en todo el mundo, incluido el más sonado de Berta Cáceres (Honduras, 2016), la líder indígena galardonada en el 2015 con el premio ambiental Goldman (El Nobel verde), y asesinada por su implicación en las protestas en contra de la construcción de una presa hidroeléctrica en el Gualcarque, un río sagrado para el pueblo lenca, al que pertenecía.
Otros ejemplos son el de Laura Vásquez (Guatemala, 2017), cuya oposición al proyecto minero San Rafael se debía a la posible contaminación de la Laguna de Ayarza y los manos freáticos de San Rafael; el de Lesbia Urquía (Honduras, 2016), ferviente defensora de los derechos de las comunidades y opositora del concesionamiento y privatización de los ríos; o Carlos Maaz Coc (Guatemala, 2017), un pescador que protestaba contra la contaminación del Lago de Izabal vinculada a la minería.
Quizá los nombres de los 98 asesinados hasta mayo de 2017 no nos sean familiares. Ni el de las otras 501 personas asesinadas entre 2014 y 2016, pero sus historias deberían importarnos. Sus luchas, y las de tantos otros, tienen un precio demasiado alto.
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